Trecientosesenticinco días de obediencia y sobradas razones para una conferencia con el vino.
Trecientasesenticinco eternidades suspendidas en el botiquín de la mañana cuando las ocho horas nos esperan para llegar menos al acero que al óxido.
Doce meses soñando con ustedes, con ella, con él y conmigo, ejerciendo la hipótesis contraria y así ver si salimos.
Trecientosesenticinco criterios en la calle, empleados para una subsistencia onírica en esta realidad exagerada. Para no estar seguros de que ser idealista te lleve a alguna parte, o que reciclar el pensamiento sea posible; para devolverle el alma al cuerpo y dejar de guitarrear en las internas.
Trecientosesenticinco monumentos, uno por cada muerto injusto, por cada amor prohibido y permitido en la topografía exacta de Rosario, y por probar el centro y el borde del laberinto e igual estar incómodo.
Dos semestres de lucha y estrategia, de hacerle piquetes a los tratados de psicología para arreglar el abuso que nos toca y a los pobres con cara de diente que duele.
Trecientasesenticinco epidemias distintas, de calamidad y carestía que han convertido a la nación en un laboratorio donde se prueban medicamentos al azar como si sus habitantes no tuviéramos fecha de vencimiento. (Muy pocas dosis de valentía, ínfimas píldoras de honor y una sospechosa crema de exaltación patriótica con que algunos políticos untan sus discursos).
En la Argentina los poemas han quedado extraviados en las calles y las balas que tiran el lujo, el derroche y la inseguridad los están mandando a terapia intensiva de tal manera que se habla porque sí nomás, porque se tiene boca. La bonaerense dispara contra los kioscos de adjetivos y Buenos Aires es una tristeza adoptada por el diccionario más loco y aburrido.
Trecientosesenticinco salvadores que intentan planes de reactivación como un pariente lejano que llega de visita. Desbordantes nacionalismos pero regados con champán. Cuatro trimestres en el corral, a veces maniatados otras en lo hondo del río, buscando hacer propicia la ocasión para saludarnos atentamente y terminando por saludarnos como el perro y el gato.
Trecientosesenticinco difíciles. Por momentos convertidos en espanto, acarreando verdad de manera intuitiva, ahorrando maldita suerte, haciendo, intentando no solo criticar, escribiendo versos de pueblo y de ciudad, recordando la calle y sus etcétera, leyendo el “Quijote” y la “Caras” cosa de investigar dónde quedó prendido el fuego.
Los economistas con ese horror a la línea recta que los caracteriza, haciéndole curvas a las necesidades más urgentes e intentando soluciones extrañas a la simple falta de milanesas. El vecino país con un presidente que nació grande desde abajo y nosotros orgullosos porque los nuestros han dado clases en Harvard.
Diferencias.
La tierra late distinto por América.
Trecientosesenticinco ilusiones criollas se han situado en las múltiples ollas populares y los estómagos lloran con un detalle de neblina. La luz es tiesa, la memoria muy olvidadiza y en las escuelas los chicos, en un escándalo de tiza, esperan la maniobra que logre educarlos.
Música de la cifra que alarma. Tres cuartas partes de la población es pobre o indigente. Piden por ahí que el total de los gobernantes se vaya. Ganaron. En la acefalía de fines del dos mil uno se reprimió la cacerola y hubo muchas víctimas fatales, un Darío murió baleado, hubo un presidente durante sólo cuatro días y diez chicos sucumbieron de hambre. La matemática dio trecientosesenticinco, sin sumar a los curas que corrompieron menores y a los secuestros y a los Duhalde.
Un año. Un año más. Un año menos. Ser el efecto de una pequeña talla o la pesadilla rígida con que hace años sueña un loco. Tener organizadas las fotos de cada día y meternos en la Rosario laburante como corsarios en el mar para pelar contra el estilo individual y la tristeza.
Quiero encender algo por anticipado, correrme de la hermética querella de los bancos y recordar la isla “El espinillo” o la laguna de Melincué y salir de una vez de esta felicidad memorizada. Quiero. Quiero trecientasesenticinco semillas sin trampa para sembrar la pampa con algo más que aguaceros y enamorarme de un fruto aunque no tenga estética ni vistas de futuro pero que sepa arrancarle ficciones a la gente y no esta sumisa realidad de horas extra.
Quiero llenar la parrilla. Cocinar carne y que arda la monstruosa imprudencia con que algunos pretenden arreglar la economía como si se tratase de ahuyentar los mosquitos.
Quiero que vos, lector, te comas un relámpago para darle energía a la fragilidad que tiene la dicha y en esta contratapa dispongas la memoria para algo más que la somnolencia que tuvo el fin de año.
Y la literatura haga eterno lo sabroso con trecientasesenticinco pimientas.
Y vos y yo ya no seamos dos tímidas sustancias que no le importan casi a nadie.
Quiero un país distinto, con un pedazo de equilibrio que nos cante en el vaivén de sus inviernos.